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Las camisas no son para barrer

Por Naybehd Aguilar Jeréz

Tanto por hacer, y no se hace nada. Vivimos como el conejo blanco de “Alicia en el país de las maravillas” corriendo porque se nos hace tarde, contando los minutos porque se nos acaba el tiempo, buscando la respuesta a acertijos que quizá no tienen solución, y olvidamos que a nuestro alrededor hay personas a las que les aquejan hechos más graves que el caluroso clima de la ciudad o que Alicia llegue tarde a la fiesta del té.

Frecuentemente a mi puerta tocan personas ofreciendo algún producto, o servicio; lo último que quisieron venderme el martes 13 de marzo, mientras llegaba la noche, me dejó sin aliento. Un niño delgado, de tez morena, y sudoroso se asomó por la ventana; recordando experiencias anteriores, lo primero que se vino a mi mente fue “de seguro quiere agua”. Caminé hacia él que sin dejar de mirarme preguntó si yo era la dueña de la vivienda, contesté a su pregunta, y haciendo un esfuerzo para aclarar su garganta, mientras miraba a su alrededor se ofreció a barrer el frente de la casa en el que se apreciaban algunas hojas secas caídas de los árboles que allí se encuentran.

Yo sé que no hay mucho por recoger, pero lo dejo bien limpio. Me paga lo que quiera —dijo el niño con gestos de preocupación en su rostro, como si para él fuese terrible una respuesta negativa de mi parte—. Influenciada por la intriga, dejé en segundo plano su propuesta, ¿cuántos años tienes? —pregunté—. 15 —dijo sin más, sin prestar mucha atención–, su respuesta me sorprendió debido a que por su apariencia (poca estatura y bastante delgado) esperaba que fuese más joven. Pregunté también si estudiaba, con lo que conseguí una respuesta negativa, no tengo papás, crecí con mi abuela. Ella me llevaba a la escuela, pero ya se murió también –pronunció esas palabras como por inercia, sin ningún sentimiento que yo pudiese notar a la ligera—.

Pensé varias cosas en ese momento, pero no le dije ninguna de ellas, antes de poder hacerlo, él continuó hablando de barrer las hojas. Le recojo la basura, y si tiene pereza de sacar la escoba como los demás, no se preocupe, yo lo limpio con mi camisa —al escuchar esto, “como los demás” miré casi que por instinto su camisa amarilla de la Selección Colombia, sucia, desgastada—. Se me ocurrió que lo había hecho, ese niño había limpiado frentes de casas con su camisa, esto por cualquier moneda que alguien le pudiese dar como recompensa. Al imaginar la escena del niño agitando la camisa al terminar de utilizarla para que salga el polvo, y luego vestirse con ella, se me seca la garganta e igual a cuando él lo dijo, siento que me oprimen con fuerza el pecho.

"Pregunté también si estudiaba, con lo que conseguí una respuesta negativa: No tengo papás, crecí con mi abuela".

¿Eso haces para ganar dinero? —pude responderle—, él apoyó su brazo en la pared, y tomando una posición cómoda empezó a narrarme lo que había hecho ese día luego de salir de su casa. Vengo a estos barrios a conseguir plata de buena forma, hace un rato llevé aceite quemado de un lado a otro. Me mandaron los del taller de motos, y me pagaron por hacer eso; hasta se me manchó el pantalón —dijo mientras me mostraba las manchas oscuras en su pantalón corto de color rosado—sus sandalias también reflejaban lo muy usadas que estaban. Lo que necesito ahora es para el transporte, vivo en Villarelys, y aunque a veces me voy a pie, hoy ya estoy muy cansado; y ya no puedo ir a más casas por aquí porque los celadores a esta hora me dicen que me vaya. Piensan que voy a robar. Su mirada era perdida, me miraba, pero sin concentrarse en mí.

Entre todas las cosas que pensaba respecto a la situación del niño, se me ocurrió algo que a decir verdad temí que fuese así. Esperando que la respuesta no se asemejara a lo que creí, y que no utilizara el dinero que obtiene para consumir drogas, (hecho que es muy común en estas personas) le pregunté qué hacía con él. Vivo con mi abuelo, él ya está muy viejo, por eso no puede trabajar; entonces lo que yo recojo es para ayudarle con los gastos, también por eso es que no estudio, pero hoy no fue un buen día, casi no conseguí nada —de todo lo que me contó aquel niño, esto fue lo único que me alivió escuchar—. Le pedí que esperara, y luego de entregarle con lo que podía ayudar, me preguntó una última vez si ya podía barrer las hojas. Al decirle que no era necesario me miró agradecido, pero no pronunció ninguna palabra, y yo lo noté avergonzado, pero tampoco pude decir nada al respecto; entonces caminó y aún espero que haya llegado bien a su casa.

Solo hablamos por un par de minutos, pero la amarga situación no salió rápido de mi mente, sentada recordaba hechos que asociaba con el niño, algunas me entristecían, pero otras me angustiaban; como recordar que hace unos días había visto un aviso que decía “se requiere muchacho para exprimir naranjas en un negocio ubicado en Torcoroma. Traer hoja a la siguiente dirección…” y como dirían muchos, hasta para exprimir naranjas se necesita hoja de vida, entonces me preocupé; ¿qué haría el niño cuando fuese mayor si seguía sin poder estudiar? ¿tendría que seguir barriendo frentes para conseguir dinero? Si fuese así, se convertiría una persona ignorada por una sociedad para la cual sería invisible, porque si no lo notan ahora que todavía es un niño, cuando crezca le negarán ayuda basándose en un argumento que ya he escuchado mucho “tan joven que está y no trabaja”.

Desde que el niño se marchó, no he dejado de reclamarme el no haber preguntado su nombre, estaba tan sorprendida, que omití algo como eso, que ahora me parece tan importante, porque por algún motivo siento que escribir sin darle un nombre es como quitar parte de su identidad, como si yo lo estuviese desprendiendo de ese otro derecho que tiene, uno de los pocos que no se le ha negado. Le he contado a algunas personas sobre lo sucedido, y me han dicho que tal vez vuelva por más ayuda, así que llevo un par de días esperando que regrese, porque siento como deber propio que me corresponde contribuir para que la vida de este niño (que he decidido no bautizar por mi cuenta, ya que prefiero que sea él quien me diga su verdadero nombre) sea un poco mejor, un tanto menos dura para él que con tan solo 15 años ha tenido que vivir la cara amarga de la realidad. Y como me dijo alguien, lo que duele más que la impunidad, es la impotencia.

Foto tomada de Internet

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